Perdonándome a mí misma
Mi nombre es María y la siguiente historia que vais a leer es la historia de mi vida.
Soy una chica de veintitantos años que, a priori, tiene todo en esta vida para ser feliz y para triunfar en ella: soy inteligente, gozo de cierto atractivo físico, tengo una familia y amigos que me quieren y siempre me lo demuestran y en general, caigo bien al mundo. Sin embargo, en mi interior yo no me siento así: me siento tonta, fea, estúpida y destinada al fracaso, tanto en mi vida personal como en mi vida amorosa. Pero, por supuesto, este pensamiento interno tiene un origen, no es que esté ciega y no vea lo bueno que tengo en mí y a mi alrededor: desde los doce años hasta casi empezar la universidad, la perorata que escuchaba a diario por parte de mis compañeros es que era fea y que nadie me querría por eso mismo. Y todo porque nací con cierta malformación en la cara que hacía que mi rostro no fuera el más simétrico posible, aunque la misma tenía fecha de caducidad pues a los dieciocho caños, tras el fin del desarrollo biológico, esa malformación es operable y con casi un 100% de éxito. Y así ha sido. Ello unido a mi gran timidez y a que era un excelente estudiante, hizo que yo fuera en la clase uno de los blancos de todas las burlas.
Sin embargo, quiero destacar que en mi caso, el maltrato que sufrí fue mucho más sutil del que cabe imaginar, es decir, a penas padecí violencia física (salvo una escena muy concreta en la que uno de mis compañeros pensó que sería “divertido” probar sobre la punta de mi trenza si el pelo humano era capaz de arder o no) o incluso maltrato psicológico activo (es cierto que alguna vez recibí insultos como ya he dicho o burlas, pero muy esporádicamente), pero lo que sí sufrí en primera persona es maltrato psicológico “por omisión”: era excluida absolutamente de todo porque era tan tímida y encima fea, que nadie me querría. Sólo como un ejemplo ilustrativo: en aquella época, cuando iba en el autobús del colegio, tanto mi amiga en aquel momento (también víctima de ese acoso escolar) como yo teníamos como amigo a un chico dos cursos por debajo del nuestro y un día el resto de la gente empezó a vacilarles diciendo que si eran novios. De ahí salieron conjeturas sobre cómo serían nuestras parejas en un futuro y como nadie se acordaba de mí, a la inocente de María no se le ocurrió otra cosa que preguntarle a la chica que estaba haciendo el juego que cómo sería mi futuro novio según ella. Bueno, pues un infra ser tres años menor que yo y la chica obesa de mi clase saltaron al unísono diciendo que yo era fea y que nunca tendría a nadie.
Con ese tipo de escenas se puede resumir mis años en el colegio; con ellas, con mis llantos a escondidas de mis padres para no hacerles sufrir y con las ganas de dar fin a mi vida de forma literal aunque no lo hacía por no hacerles sufrir a mis padres y hermano. Porque eso sí, su cariño siempre ha sido mi tabla de salvación desde entonces.
El caso es que durante todos estos años hasta que llegó la mayoría de edad, yo fui fundamentando mi aguante a tres “pilares” (además de por el amor que había en mi casa, como ya he dicho): el sacar notas buenísimas (si era fea, por lo menos debía ser inteligente), el saber que a los dieciocho años me operarían de la malformación y que me iría a una ciudad grande a estudiar donde nadie me conociera para poder empezar de cero. Bueno, como se puede deducir, estos tres pilares eran de todo menos sólidos y al final se derrumbaron totalmente, aunque desgraciadamente, muchos años más tarde.
Retomando la historia, al cumplir la mayoría de edad, me operan de la malformación que sufría. Yo tenía mucha ilusión, y también miedo, pero cuál es mi sorpresa que al verme por primera vez en el espejo, no me reconozco y para más inri me siento vacía. El no reconocerme no tenía nada que ver con la hinchazón de mi cara en ese momento, sino que no me reconocía porque al verme sólo era capaz de preguntarme internamente: “¿Realmente ha valido la pena?”. La verdad es que el hacerme a mi cara nueva me ha llevado un par de años. Sin embargo, lo más duro vino después. Como ya dije, uno de mis pilares básicos para aguantar la situación que estaba viviendo durante la adolescencia es que algún día ya no sería tan fea como antes porque me corregirían la malformación física que sufría. Pues bien, no sólo dejé de ser fea sino que encima era bastante guapa, pero ello me llevó a tal obsesión por mi imagen física que pasé de no quererme maquillar en la adolescencia porque si era fea, el maquillaje no iba a mejorar nada, a estar obsesionada por ser perfecta. De ahí, los problemas de alimentación que ya comenzaron a dar ciertos coletazos en la adolescencia se tornaron después del cambio en problemas más serios de bulimia y vigorexia que, afortunadamente, supe parar a tiempo.
A todo esto, yo había interiorizado tanto el discurso de fea anti morbo que pensaba que no podía atraer a ningún chico. Era tal mi distorsión, que incluso a chicos que me gustaban y yo les gustaba, pasaba de ellos porque era incapaz de asumir que podía atraerles físicamente (¡y ya ni os cuento para algo más serio!). Vamos, una de mis espinas clavadas siempre será un chico que me gustaba mucho y yo a él por lo que me decía, pues se me escapaba de las manos tanto esa situación que le dejé de saludar cuando le veía por los pasillos de la universidad… Sí, era así de triste y la verdad es que todavía creo que no he superado el cómo me comporté, es decir, me sigo castigando por ese comportamiento mío. Aunque pienso que quizás algún día le pueda volver a ver pues profesionalmente nuestros círculos tampoco son tan lejanos y me pueda explicar por lo menos. Por su parte, también desarrolló cierto miedo al sexo que con los años he ido neutralizando pero que todavía siguen resquicios en mí que he de limar.
En la gran ciudad a la que me fui a estudiar duré tres años llenos de momentos buenos porque conocí a gente importante en mi vida pero también llena de momentos muy malos porque, como ya he explicado anteriormente, todo se cayó porque nunca antes había habido una base sólida para que la edificación permaneciera en pie. Aunque reconozco que huí, también he de decir que gracias a esta huida pude empezar a ver en la situación emocional en la que me encontraba, así nuca hay “mal que por bien no venga”. Tras esos tres años y tres cambios de universidad y dos de carrera, volví a mi ciudad natal a vivir con mis padres.
Aquí las cosas empezaron a ir un poco mejor: con el cambio de la carrera conocí a gente maravillosa que hoy en día son mis mejores amigos y tuve unas notas muy buenas ese primer años. Pero en segundo volví a flaquear: no quería seguir estudiando porque realmente no tengo ninguna vocación concreta pero, sobre todo, conocí a un chico extranjero que vino aquí de Erasmus y con el que tuve una historia de locos. El chico era bastante rarito pero mi actitud fue horrible, dejé que me manejara casi a su antojo. Para que quede claro, es la única persona, da igual hombre o mujer, que ha huido de mí cuando le he dicho que era atractivo sin intentar nada más y sólo para animarle en un momento de bajón. Y bueno, no soy Angelina Jolie ni mucho menos pero para salir huyendo tampoco. Pues bueno, yo en vez de cortar por lo sano ante tal reacción y ante la no contestación de un email en el que le decía que si le apetecía quedar conmigo a tomar un café, seguí inmersa en esta historia de locos. El final es bien sencillo: él siempre negó que recibiera ese email pero, curiosamente, sabía del contenido del mismo y para más inri, al año volvió y me echó la bronca por no querer quedar con él a tomar un café, dando a entender que yo había pasado de él.
Bueno, como he dicho, una historia de locos que no corté a tiempo y que me hundió todavía más en la miseria que ya me encontraba yo ya tanto a nivel emocional como sentimental. Era tal el pozo en el que me encontraba que sólo me he encontrado con fuerzas para hablar del asunto con mi psicólogo hasta dos años después de que esto ocurriera. Mientras tanto, me he ido torturando a mí misma pensando que nunca llegamos a tener nada sexual porque él no me veía nada atractiva, en vez de pensar que simplemente pasaba del asunto y que nunca tuvo la valentía de decirme claramente que no.
He de decir que también he decidido afrontar esta situación que me ha marcado bastante pues en unos meses estaré (¡eso espero!) viviendo en la otra punta del mundo y no podía volver a huir como lo hice la primera vez cuando me fui a vivir a la ciudad grande. Pero también he de decir que el hablar de esta historia ha sido el prolegómeno para poder asumir el maltrato que sufrí en el colegio. Sí, en mi caso, se ha tratado de una cuenta atrás: asumiendo mis últimos acontecimientos se empezó a tirar de la madeja hasta llegar al punto de partida, a la razón por la que nunca me he querido, por la que me he odiado tanto. Y todo llegó con un examen o, mejor dicho, con los nervios previos a él: el examen era por la tarde así que yo ese día de enero de dos mil doce madrugué para repasar. Pues no pude repasar pues a mí mente, después de tantísimos años sin recordarlo, vino aquella escena en la que mi compañero me intentaba prender el pelo. Creo sinceramente que tanto mi corazón como mi cerebro, en un acto de valentía ambos, ya se hartaron de seguir aguantando así tantos años, el primero porque nunca le he dejado ser feliz aunque se lo mereciera, y el segundo porque se ha pasado mi vida controlando al primero para que no le hicieron daño y llenándole de falsas ideas para aplacarlo, para que nunca actuara. Así que lo recordé todo, me llené de rabia y me pasé unas tres o cuatro horas encerrada en mi habitación llorando, pensando lo que piensa cualquier víctima de maltrato “¿y por qué a mí?”.
Desde ese momento la rabia y el dolor por el daño que sufrí empezó a ser el centro de atención de mi vida, pues hiciera lo que hiciera, siempre, en todos los minutos de todos los días de estos últimos seis meses, estaba presente. Aclaro que no estaba presente ya el maltrato en sí, sino esa niña a la que vapuleaban sin que ella luchara, esa misma que intentaba, y conseguía, que sus padres no se enteraran de nada o de lo menos posible para no hacerles sufrir y que lloraba o en la cama o cuando se duchaba para que no la escucharan. Pero es que esa niña todavía seguía llorando por lo que le había pasado y, sobre todo, por lo que le había influido en su vida ya de adulta. Así que he de confesar que hubo un momento concreto en el que estuve a punto de poner fin a mi vida puesto que estaba harta de todo y sobre todo de luchar y de fingir. No me veía con fuerzas para seguir adelante. Pero en el último momento apareció otra vez esa niña maltratada para decirme: “¡Ni se te ocurra hacerlo! Yo siempre soñé en ser mayor para que todo fuera más fácil y aunque ahora lo veas negro, lo va a ser, estás en camino de conseguir tus sueños. Ahora no tires la toalla. Tú te mereces ser feliz. No sólo por los tuyos, por lo mucho que te quieren, sino sobre todo por ti. Así que hazme el favor de perdonarme, de no fijarte tanto en el daño que me han hecho porque no había fundamento en ello. El problema no era mío sino de ellos. Quédate con lo bueno que he conseguido, y aprovéchalo ahora que ya eres mayor para ser una mujer feliz”.
Y en ello estoy. Estoy en proceso de perdonar a la niña que fui porque, efectivamente, yo era la víctima y los otros los verdugos. Además, ahora he contado la historia a mi gente más cercana, ya no quiero seguir fingiendo, no quiero dar a entender que estoy alegre cuando realmente llevo todo el día llorando.
Y la verdad, cada día lo voy consiguiendo poco a poco...
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